No la conocíamos, no sabíamos su nombre, pero para mí era de la familia de Juan Salvador y de Pedro Pablo.
Esa mañana los niños la encontraron en una esquina del patio y corrieron a avisarme. Me acerqué, la cogí y la levanté del suelo. Los chicos la tocaron y la acariciaron con suavidad. No se movía. Tenía los ojos abiertos, pero su cuerpecillo estaba rígido y frío y su cuello girado hacia un lado.
No sé qué le había ocurrido, pero, desgraciadamente, ya no podíamos ayudarla, estaba yerta, sin vida.
Los niños, rodeándome y mirándola, decían:
- ¿Qué le ha pasado?
- ¿Por qué no se mueve, está muerta?
- ¡Qué plumas tan blancas y tan suaves…!
- Parece que tiene un poco de sangre junto al pico.
- Parece que tiene un poco de sangre junto al pico.
Yo, con ella en brazos, les respondí:
- ¡Pobre gaviota, debía estar aprendiendo a volar! Debió desorientarse... estrellarse contra algo y caer el suelo, luego… no pudo soportar el frío de la noche.
- ¡Qué pena, con lo bonita que es…! Y ¿qué hacemos?
- Vamos a enterrarla en el jardín – les dije.
Pero, en realidad, en aquel momento hubiera querido tener “poderes mágicos o sobrenaturales” para darle un soplo de vida a aquella pequeña gaviota con el calor de mis manos, como ET curaba a Elliot en la película.
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